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El transbordador de la muerte

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Se encontraba en el piso 35 cuando el avión se estrelló contra el rascacielos neoyorquino. Afortunadamente, John Healy, abogado de la Compañía de Seguros Kemper en el centro de Manhattan, tuvo tiempo para tomar la atinada decisión de abandonar su oficina. En ese momento lo único que le importaba a aquel asegurador de los demás era asegurarse él mismo de no abandonar, sin querer, a sus seres más queridos: su esposa, con la que había estado felizmente casado dieciséis años, y sus cuatro hijos. Ese martes, el terrorífico 11 de septiembre de 2001, el destino le deparó la incomparable bendición de volver a casa sano y salvo, en marcado contraste con casi tres mil víctimas que no volvieron a ver la luz del día.

Dos años más tarde, John Healy, ya de cuarenta y cuatro años de edad, abandonó su nueva oficina y abordó el transbordador de Staten Island, de vuelta a casa en Nueva Jersey. Salió temprano a fin de llegar a tiempo para ver, en compañía de sus dos hijos varones, el juego de las finales entre los Yanquis de Nueva York y los Medias Rojas de Boston. Entrenador del equipo de su hijo John, de trece años, en la liga infantil, fanático de las Ligas Mayores del béisbol en general y de los Yanquis en particular desde su niñez en el Bronx, donde han jugado las más brillantes estrellas del béisbol, tenía planes de llevar posteriormente a sus dos hijos al segundo juego de la Serie Mundial. Quería que celebraran juntos, de un modo inolvidable, el décimo cumpleaños de Brian.

Pero esta vez John Healy no llegó a casa. Ese aciago miércoles 15 de octubre de 2003 pereció junto con otros nueve pasajeros cuando el transbordador se estrelló contra un muelle de mantenimiento.

¿Quién lo hubiera pensado? ¡Salvarse de un ataque terrorista intencionado en una de las tragedias más comentadas del incipiente siglo veintiuno, sólo para perecer aterrorizado en los momentos en que un transbordador chocaba, sin intención, contra un muelle, y se hacía pedazos, despedazando a su paso a diez de sus pasajeros!

En el funeral de John Healy, se le recordó como un hombre entregado a su familia, a la formación beisbolística de niños y adolescentes, y al placer de seguir de cerca a los Yanquis. El Reverendo Leonard Lang les dijo a los asistentes que se podía imaginar al Señor Healy pidiéndole a Cristo primeramente que cuidara a su familia, y pidiéndole luego en broma que, si no era mucha molestia, le diera la bendición a los Yanquis para que ganaran la Serie Mundial.

Todos nosotros, de habernos salvado, como John Healy, aquel 11 de septiembre, hubiéramos llegado a la conclusión de que tenemos mucha suerte en la vida. No nos hubiera preocupado en absoluto abordar posteriormente un transbordador. Pero habríamos estado equivocados, sinceramente equivocados.

Ese transbordador no llevó a John Healy a casa en Nueva Jersey. Lo transportó directamente a la eternidad, así como tarde o temprano el transbordador de la muerte nos transportará a cada uno de nosotros. Cuando eso ocurra, ¿estaremos listos para encontrarnos con Dios, habiendo hecho las paces con Él? De eso depende nuestro destino eterno.

Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net


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Se encontraba en el piso 35 cuando el avión se estrelló contra el rascacielos neoyorquino. Afortunadamente, John Healy, abogado de la Compañía de Seguros Kemper en el centro de Manhattan, tuvo tiempo para tomar la atinada decisión de abandonar su oficina. En ese momento lo único que le importaba a aquel asegurador de los demás era asegurarse él mismo de no abandonar, sin querer, a sus seres más queridos: su esposa, con la que había estado felizmente casado dieciséis años, y sus cuatro hijos. Ese martes, el terrorífico 11 de septiembre de 2001, el destino le deparó la incomparable bendición de volver a casa sano y salvo, en marcado contraste con casi tres mil víctimas que no volvieron a ver la luz del día.

Dos años más tarde, John Healy, ya de cuarenta y cuatro años de edad, abandonó su nueva oficina y abordó el transbordador de Staten Island, de vuelta a casa en Nueva Jersey. Salió temprano a fin de llegar a tiempo para ver, en compañía de sus dos hijos varones, el juego de las finales entre los Yanquis de Nueva York y los Medias Rojas de Boston. Entrenador del equipo de su hijo John, de trece años, en la liga infantil, fanático de las Ligas Mayores del béisbol en general y de los Yanquis en particular desde su niñez en el Bronx, donde han jugado las más brillantes estrellas del béisbol, tenía planes de llevar posteriormente a sus dos hijos al segundo juego de la Serie Mundial. Quería que celebraran juntos, de un modo inolvidable, el décimo cumpleaños de Brian.

Pero esta vez John Healy no llegó a casa. Ese aciago miércoles 15 de octubre de 2003 pereció junto con otros nueve pasajeros cuando el transbordador se estrelló contra un muelle de mantenimiento.

¿Quién lo hubiera pensado? ¡Salvarse de un ataque terrorista intencionado en una de las tragedias más comentadas del incipiente siglo veintiuno, sólo para perecer aterrorizado en los momentos en que un transbordador chocaba, sin intención, contra un muelle, y se hacía pedazos, despedazando a su paso a diez de sus pasajeros!

En el funeral de John Healy, se le recordó como un hombre entregado a su familia, a la formación beisbolística de niños y adolescentes, y al placer de seguir de cerca a los Yanquis. El Reverendo Leonard Lang les dijo a los asistentes que se podía imaginar al Señor Healy pidiéndole a Cristo primeramente que cuidara a su familia, y pidiéndole luego en broma que, si no era mucha molestia, le diera la bendición a los Yanquis para que ganaran la Serie Mundial.

Todos nosotros, de habernos salvado, como John Healy, aquel 11 de septiembre, hubiéramos llegado a la conclusión de que tenemos mucha suerte en la vida. No nos hubiera preocupado en absoluto abordar posteriormente un transbordador. Pero habríamos estado equivocados, sinceramente equivocados.

Ese transbordador no llevó a John Healy a casa en Nueva Jersey. Lo transportó directamente a la eternidad, así como tarde o temprano el transbordador de la muerte nos transportará a cada uno de nosotros. Cuando eso ocurra, ¿estaremos listos para encontrarnos con Dios, habiendo hecho las paces con Él? De eso depende nuestro destino eterno.

Carlos Rey
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