Recuperar la mirada en Jesús: el llamado de la esperanza
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06/12/2024 – El Evangelio nos invita a abrir los ojos de la fe y la esperanza, como aquellos ciegos que gritaron por la piedad de Jesús. Al final de este año, pidámosle también recuperar la mirada para proyectar un futuro con confianza en sus promesas.
Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”.
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: “¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?”. Ellos le respondieron: “Sí, Señor”.Jesús les tocó los ojos, diciendo: “Que suceda como ustedes han creído”.Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: “¡Cuidado! Que nadie lo sepa”.
Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.
1. Ten piedad de nosotros, Hijo de David
Una vez más en Evangelio Jesús aparece curando. En este caso a dos ciegos que por el camino, mientras el se dirige a su casa, le gritan: “ten piedad de nosotros hijo de David”.
Ese grito el maestro lo registra, y ya en la casa le pregunta si ellos creen que El puede hacer lo que le piden. El sí de la fe de los ciegos, mueve Jesús a tocarlos y a que suceda como ellos se lo han pedido. Se le abren los ojos y se ponen en camino.
Al final del año, intentando ver la meta hasta el final, y proyectando el año que vendrá, nosotros también pedimos piedad a Jesús para poder vislumbra a donde y como ir.
Jesús se detiene para tocarnos el corazón y permitirnos recuperar la mirada, lo hace levantándonos lo mirada e invitándonos a recibir la virtud de la esperanza.
2. Ver con los ojos de la virtud de la esperanza
Por la esperanza podemos poner nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).
La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran nuestras actividades; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.
La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).
La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra… “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres […] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:
«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)
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