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La ira azul. Las revoluciones que son y serán

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En nuestro sentido común de la historia, un sentido lineal compuesto de hitos, días señalados y capítulos, las revoluciones son el acontecimiento que crea el nuevo mundo, el big ban de una era que concentra toda la energía como un puerto especial revienta la carrera al final de una etapa del Tour y dota de sentido a todos los kilómetros anteriores. En la contemporaneidad, la revolución se ha convertido en un elemento esencial de nuestra gramática política, de modo que nuestra manera de pensarla arrastra a nuestra forma de leer el presente. Al menos, eso late tras el libro de Pablo Batalla Cueto, “La ira azul. El sueño milenario de la Revolución”, ed. Trea, con quien hablamos en este episodio en términos como los que siguen. Primera premisa: la revolución no es un acontecimiento, sino una época. Por lo tanto, no hay que pensarla como una intervención puntual, desde arriba, desde abajo o en comunión fugaz, sino como un proceso de corrupción general e inadaptación institucional, cultural y económica del viejo orden que despierta propuestas de solución entre los grupos que lo sufren. Segunda premisa: hay muchas revoluciones dentro de la revolución. Es decir, esas propuestas y esos grupos serán distintos y mantendrán conflictos, pero podrán formar parte del mismo proceso. Al menos un tiempo. Hasta que se traicionen e impulsen procesos imposibles de componer ya, como la clásica disputa entre el bando de la revolución-ha-sido-completada y el bando de esto-no-ha-hecho-más-que-empezar. Pero también la contrarrevolución está habitada por muchas revoluciones. Los elementos más díscolos del régimen se ven a menudo alineados con éste cuando la revolución amenaza con un orden peor, sea la amortización de las tierras comunales, la industrialización o la integración en la competencia europea y global. Tercera premisa: si la revolución es un proceso largo, animado por fuerzas móviles y plurales, todos sus elementos de época se encuentran ahí, sobre la mesa del presente, para quien sea capaz de componerlos en una estrategia. Miremos a nuestra época ¿qué distancia hay entre la percepción de agotamiento de las fuerzas, interpersonales y planetarias, que fundamenta el ecosocialismo y la percepción de mundo desbocado que fundamenta la nostalgia fascista de las jerarquías? Quizá la capacidad de articularlos con un sentido o con su contrario, hacia una revolución o hacia otra antitética. Una hipótesis. Si todo esto es así, propone Batalla que la nuestra es una época revolucionaria (“No estamos en un final. Estamos en un principio”). Y esta época nos pilla, contranatura, del lado de la conservación de régimen: “Nos hemos vuelto conservadores al tiempo que la derecha se ha hecho revolucionaria y tal vez no haya que avergonzarse de ello, sino abrazarlo con desahogo y, contraintuitivo como pueda ser, devolver el golpe volcándose a extraer lecciones (tácticas, no ideológicas), no —no solo— de la literatura revolucionaria, sino de la contrarrevolucionaria, y no de la progresista, sino de la conservadora. Leer desprejuiciadamente a los reaccionarios y conservadores lúcidos de las últimas dos centurias y aprender de sus intuiciones sobre cómo se hace frente a una revolución” (p. 164). Y una duda. Entonces, si nos resignamos al lado frío de la política de seguridad, racional y prudente ¿no queda todo el descontento propio de una época revolucionaria a la mano de la revolución de derechas, con la atracción de su épica y su vehemencia? ¿No se sitúa en esta región parte del cortocircuito entre ese conjunto de intereses que vemos como compartidos en su mayoría y esa imposibilidad de componerse cultural y políticamente con los sujetos que los encarnan? ¿no ha acabado confundida, de tanto estudiar solo el temario recomendado, la política con unas oposiciones?
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