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Textos para nada Samuel Beckett

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Lo observo de reojo. Es serio, sombrío. Tiene las cejas fruncidas. Su mirada es de una intensidad difícil de sostener. Estoy empezando a ponerme nervioso y hago lo posible no ya por hablar, sino por emitir algún sonido. Con voz apenas audible empiezo a explicarle que a los veintidós años intenté leer Molloy y que no entendí nada del libro y ni tan siquiera sospeché su importancia. Que, curiosamente, y sin intención alguna de leerlas, fui adquiriendo las obras que publicó posteriormente. Que en la primavera de 1965, y totalmente por casualidad, recorrí una docena de líneas de Textos para nada . Que no pude soltar el libro y lo devoré con pasión. Que me lancé de inmediato sobre su obra y me quedé profundamente impresionado. Que había leído y releído todas sus obras. Que lo que más me había impresionado fue ese extraño silencio que reina en Textos para nada , un silencio al que sólo se puede acceder en el límite de la más extrema soledad, cuando el ser ha abandonado todo, olvidado todo, y ya no es sino esta escucha que capta la voz que susurra cuando todo calla. Un extraño silencio, sí, que prolonga la desnudez de la palabra. Una palabra sin retórica, sin literatura, jamás perturbada por ese mínimo de invención que necesita para desarrollar lo que tiene que expresar. —Sí —admite con voz sorda—, cuando uno se escucha, lo que se oye no es literatura. Sé que durante estos últimos meses ha estado gravemente enfermo. Ésa ha sido precisamente la razón por la que este primer encuentro, que se había fijado para el 3 de mayo, no pudo llevarse a cabo. El día anterior había estado en la inauguración de la exposición de Hayden y por la noche se enfermò. La señora Beckett, que me recibió, pronunció la palabra gripe y decidimos no anular el encuentro previsto sino simplemente retrasarlo unos días. Sin embargo estuve esperando en vano una llamada telefónica. Cuatro meses después supe que había tenido un absceso en el pulmón, y en seguida pensé en si no habría sido una tardía consecuencia de aquel día de preguerra cuando, una noche, en la calle y sin motivo alguno, le apuñaló un mendigo. Le pregunto por su salud y me habla de ella. Después la conversación gira en torno a la vejez. —Siempre he deseado tener una vejez tensa, activa… El ser que no deja de arder mientras el cuerpo huye… He pensado muchas veces en Yeats… Escribió sus mejores poemas después de los sesenta… Como respuesta a mis preguntas me habla de los años extremadamente sombríos que pasó después de que dimitiera de la Universidad de Dublín. Primero vivió en Londres, después en París. Había renunciado a proseguir una carrera universitaria iniciada con brillantez, pero no pensaba en convenirse en escritor. Vivía en una habitación pequeña de un hotel de Montparnasse y se sentía perdido, aplastado, vivía como un guiñapo. —Había aceptado ser un Oblómov… —después añade en voz muy baja, con cansancio—: Estaba mi mujer… Era difícil… Le hago más preguntas. Pero no recuerda bien. O a lo mejor no quiere recordar aquella época. Me habla del túnel, del crepúsculo mental. Después: —Siempre he tenido la impresión de que dentro de mí había un ser asesinado. Asesinado antes de mi nacimiento. Tenía que encontrar a ese ser asesinado. Intentar devolverle la vida… Un día fui a escuchar una conferencia de Jung… En 1945, Beckett volvió a Irlanda para visitar a su madre, a la que llevaba sin ver desde que empezó la guerra. Después volvió a visitarla en 1946, y durante esa estancia tuvo la repentina revelación de lo que debía hacer. Comprendí que aquello no podía seguir así. Entonces me contó lo que ocurrió aquella noche, en Dublín, al final del muelle, en medio de una fuerte tempestad. Y lo que me dijo es lo mismo que refiere el pasaje de La última cinta [de Krapp]:

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Lo observo de reojo. Es serio, sombrío. Tiene las cejas fruncidas. Su mirada es de una intensidad difícil de sostener. Estoy empezando a ponerme nervioso y hago lo posible no ya por hablar, sino por emitir algún sonido. Con voz apenas audible empiezo a explicarle que a los veintidós años intenté leer Molloy y que no entendí nada del libro y ni tan siquiera sospeché su importancia. Que, curiosamente, y sin intención alguna de leerlas, fui adquiriendo las obras que publicó posteriormente. Que en la primavera de 1965, y totalmente por casualidad, recorrí una docena de líneas de Textos para nada . Que no pude soltar el libro y lo devoré con pasión. Que me lancé de inmediato sobre su obra y me quedé profundamente impresionado. Que había leído y releído todas sus obras. Que lo que más me había impresionado fue ese extraño silencio que reina en Textos para nada , un silencio al que sólo se puede acceder en el límite de la más extrema soledad, cuando el ser ha abandonado todo, olvidado todo, y ya no es sino esta escucha que capta la voz que susurra cuando todo calla. Un extraño silencio, sí, que prolonga la desnudez de la palabra. Una palabra sin retórica, sin literatura, jamás perturbada por ese mínimo de invención que necesita para desarrollar lo que tiene que expresar. —Sí —admite con voz sorda—, cuando uno se escucha, lo que se oye no es literatura. Sé que durante estos últimos meses ha estado gravemente enfermo. Ésa ha sido precisamente la razón por la que este primer encuentro, que se había fijado para el 3 de mayo, no pudo llevarse a cabo. El día anterior había estado en la inauguración de la exposición de Hayden y por la noche se enfermò. La señora Beckett, que me recibió, pronunció la palabra gripe y decidimos no anular el encuentro previsto sino simplemente retrasarlo unos días. Sin embargo estuve esperando en vano una llamada telefónica. Cuatro meses después supe que había tenido un absceso en el pulmón, y en seguida pensé en si no habría sido una tardía consecuencia de aquel día de preguerra cuando, una noche, en la calle y sin motivo alguno, le apuñaló un mendigo. Le pregunto por su salud y me habla de ella. Después la conversación gira en torno a la vejez. —Siempre he deseado tener una vejez tensa, activa… El ser que no deja de arder mientras el cuerpo huye… He pensado muchas veces en Yeats… Escribió sus mejores poemas después de los sesenta… Como respuesta a mis preguntas me habla de los años extremadamente sombríos que pasó después de que dimitiera de la Universidad de Dublín. Primero vivió en Londres, después en París. Había renunciado a proseguir una carrera universitaria iniciada con brillantez, pero no pensaba en convenirse en escritor. Vivía en una habitación pequeña de un hotel de Montparnasse y se sentía perdido, aplastado, vivía como un guiñapo. —Había aceptado ser un Oblómov… —después añade en voz muy baja, con cansancio—: Estaba mi mujer… Era difícil… Le hago más preguntas. Pero no recuerda bien. O a lo mejor no quiere recordar aquella época. Me habla del túnel, del crepúsculo mental. Después: —Siempre he tenido la impresión de que dentro de mí había un ser asesinado. Asesinado antes de mi nacimiento. Tenía que encontrar a ese ser asesinado. Intentar devolverle la vida… Un día fui a escuchar una conferencia de Jung… En 1945, Beckett volvió a Irlanda para visitar a su madre, a la que llevaba sin ver desde que empezó la guerra. Después volvió a visitarla en 1946, y durante esa estancia tuvo la repentina revelación de lo que debía hacer. Comprendí que aquello no podía seguir así. Entonces me contó lo que ocurrió aquella noche, en Dublín, al final del muelle, en medio de una fuerte tempestad. Y lo que me dijo es lo mismo que refiere el pasaje de La última cinta [de Krapp]:

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