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Zaragoza te habla - Años 70: derribos S.A

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En el programa de hoy os propongo hacer una rememoranza de los años 70 del pasado siglo XX, algo que seguramente está pasado de moda, pues ya hace tiempo que son los años 90 los que son objeto de punteras series y películas de esas que tienen a gala estar “ambientadas” en esa década. Por supuesto que nuestro acercamiento a esa época setentera no va a ser a propósito de cuestiones de moda, estilos musicales o películas producidas entonces. Ya sabéis que aquí de lo que hablamos es de la antigua Zaragoza, de lo que nos dice a través de los testimonios gráficos e imágenes. Y hay elementos visuales de la Zaragoza de los años 70 que son muy interesantes. Por ejemplo, hoy vamos a dar una vuelta por aquella ciudad que en los años 70 vivió una de sus épocas más tremendas en lo que a derribos se trata. Derribos de edificios no forzados, es decir, edificios que por su arquitectura podrían haber perdurado en el tiempo, tal como suele ser la voluntad de los arquitectos que los proyectan. Fueron, pues, derribos sin otra justificación que la erradicación de un pasado que se consideraba provinciano y vetusto, para dar paso a modernas construcciones que, en el lenguaje de la época, pusieran a Zaragoza en el lugar que se merecía dentro de las pujantes metrópolis de un país que estaba caminando del medievo a una modernidad a la española, es decir, adaptada a las rígidas costuras de una dictadura que lo tenía todo atado y bien atado. Fueron una ola de derribos que, al ponerme a escribir estas líneas, he revisado y sistematizado, y me he llevado una fuerte impresión, por la cantidad y la calidad de inmuebles que se tiraron para, en las más de las veces, sustituirlos por otros que apenas si disimulaban que lo único que buscaban era ganar espacio para aumentar las plusvalías y negocios de los especuladores y promotores que en aquellos años reforzaron las bases de un sector, el inmobiliario, que conoció un crecimiento meteórico, y que se configuró como una de las locomotoras más potentes de la economía española y zaragozana, por supuesto. Una pequeña selección de estos ejemplos nos puede dar cierta medida de la mutación que sufrieron las calles, paseos y avenidas de la ciudad de esa década en la que la democracia sólo regresó formalmente al ayuntamiento tras las elecciones municipales de 1979, por lo que los frenos para poner coto a tanta destrucción, a tanto urbanismo a la carta por parte del entramado económico y político que ha regido la ciudad durante décadas, sólo pudieron empezar a actuar en la siguiente década. Ya entrando en materia, podríamos dar una vuelta por el tramo medio del Coso para contemplar las moles que fueron construidas en esta década, por ejemplo en la esquina con la calle de Santa Catalina y en la manzana entre las calles de Rufas y Hermano Ibarra, que sumados a los de la década anterior, contribuyen a esa imagen deplorable de la que fue en su momento principal calle de la ciudad. En el paseo de la Independencia, la inauguración de Galerías Preciados sancionó positivamente el rupturista edificio del Sepu de la década anterior, y el fin del paseo como ese remedo local de la rue de Rivoli parisina que fue en sus orígenes. La plaza de Aragón fue objeto de un oscuro plan parcial que aceleró la desaparición de los tradicionales hotelitos que la singularizaban y su sustitución por moles de muchas alturas, algunas con porches, otras no, en función de no se sabe muy bien qué, llevando a su punto álgido el urbanismo a la carta en Zaragoza. El paseo del General Mola, actual de Sagasta, conoció un auténtico terremoto, comenzando con el colegio del Sagrado Corazón y su iglesia de la Madre del Salvador, que tras apenas 10 años abierta al culto, un enorme pelotazo urbanístico llevó a su derribo, y terminando en la esquina del paseo con el camino de las Torres, donde la Casa Faci fue arrasada. Entre estos dos puntos la nómina de derribos en este paseo da auténticos escalofríos: colegio del Sagrado Corazón, la casa de los Escoriaza, la de Pedro Marcoláin, la que fuera fábrica de esmaltes de Viñado, la casa de Palomar, la de Emerenciano García, Villa Dolores del doctor Arpal, la casa de Sánchez Ventura. Otras casas del entorno de este paseo que también fueron derribadas son Villa Teresa, en la esquina de las calles de Alar del Rey y Gil de Jasa, e incluso la original “casa del duende” tan famoso de Zaragoza, sita en la esquina entre las calles de Gascón de Gotor y Juan Pablo Bonet. En alguno de estos casos, como en el flagrante derribo de la admirable casa de Emerenciano García, hubo un tímido atisbo de protesta cívica que no sirvió para detener ni este no otros derribos. El paseo de Ruiseñores, como prolongación natural del de Sagasta, vio también cómo algunos de sus singulares hotelitos eran derribados en silencio. Tras este auténtico via crucis del derribo, vamos a referirnos a otros ejemplos en distintas partes de la ciudad: las casas de los Infantes en el paseo de Echegaray y Caballero; varias casas señoriales en el entorno de la plaza de Aso y la calle de Martín Carrillo; el convento de las Capuchinas en la calle de Manuela Sancho; la casa del Obispo en la plaza del Carmen; el convento y colegio de las Recogidas en la calle de Cádiz; el convento de las Adoratrices de la calle de Hernán Cortés; los conventos de Santa Lucía y de las Fecetas, en la calle de Santa Lucía… Mención aparte sería el triste final de la Capilla Cerbuna de la antigua Universidad de la Magdalena, que se dejó caer miserablemente por el titular de la misma, el Ministerio de Educación de la época. En esta relación también pueden añadirse edificios industriales, como el complejo fabril de Material Móvil y Construcciones que dio paso a la urbanización Parque Roma; o el edificio de Laboratorios Verkos en la esquina de las calles Cervantes y Gil de Jasa. No podemos olvidarnos tampoco de la manzana de viviendas entre las calles de las Escuela Pías y la de Cerdán; ni de la Granja Agrícola de Zaragoza, que aunque fue derribada para equipamientos educativos públicos, su pérdida no puede sino lamentarse profundamente; o la antigua estación de Campo Sepulcro, derribada sin remisión para dar paso a la moderna del Portillo, que ahora está también en tránsito hacia su derribo completo; o el gran complejo de la editorial Luis Vives en el paseo de Fernando el Católico, con su referencial atalaya. O el lavadero de la Balseta, en el último tramo de la avenida de San José. Y tampoco hay que dejar de considerar los edificios que se intentó derribar, y que finalmente no fue así, como el Mercado Central Lanuza, o el colegio de los Escolapios, ambos pretendidamente derribables, el primero dentro de la operación de apertura de la gran Vía Imperial, actual avenida de César Augusto y el segundo dentro de la operación colegios que trasladó varias instalaciones educativas privadas desde el centro de la ciudad hasta la ultraperiferia más alejada. Vamos terminando. Hemos visto hoy unos cuantos de los numerosos edificios fueron derribados en esta década, con argumentos que hoy sonrojarían a cualquiera con un mínimo de sensibilidad patrimonial. Así, la mayoría de estos edificios, muchos de ellos abandonados desde hacía tiempo, sin mantenimiento ni reformas, fueron considerados “caserones viejos”, con lo que parecía que se hacía un favor a la ciudad derribándolos y sustituyéndolos por otros más nuevos. Ni una palabra a que en muchos casos se trataba de edificios proyectados por arquitectos de renombre, algunos de los cuales prácticamente ya no tiene edificios representativos en la ciudad. Tal fue el tsunami arrasador de estos años setenta, una década terrible para la ciudad en lo que a pérdidas patrimoniales se trata. Y todo esto sin que hubiera ningún ejército enemigo asediando y bombardeando la ciudad.
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Fueron, pues, derribos sin otra justificación que la erradicación de un pasado que se consideraba provinciano y vetusto, para dar paso a modernas construcciones que, en el lenguaje de la época, pusieran a Zaragoza en el lugar que se merecía dentro de las pujantes metrópolis de un país que estaba caminando del medievo a una modernidad a la española, es decir, adaptada a las rígidas costuras de una dictadura que lo tenía todo atado y bien atado. Fueron una ola de derribos que, al ponerme a escribir estas líneas, he revisado y sistematizado, y me he llevado una fuerte impresión, por la cantidad y la calidad de inmuebles que se tiraron para, en las más de las veces, sustituirlos por otros que apenas si disimulaban que lo único que buscaban era ganar espacio para aumentar las plusvalías y negocios de los especuladores y promotores que en aquellos años reforzaron las bases de un sector, el inmobiliario, que conoció un crecimiento meteórico, y que se configuró como una de las locomotoras más potentes de la economía española y zaragozana, por supuesto. Una pequeña selección de estos ejemplos nos puede dar cierta medida de la mutación que sufrieron las calles, paseos y avenidas de la ciudad de esa década en la que la democracia sólo regresó formalmente al ayuntamiento tras las elecciones municipales de 1979, por lo que los frenos para poner coto a tanta destrucción, a tanto urbanismo a la carta por parte del entramado económico y político que ha regido la ciudad durante décadas, sólo pudieron empezar a actuar en la siguiente década. Ya entrando en materia, podríamos dar una vuelta por el tramo medio del Coso para contemplar las moles que fueron construidas en esta década, por ejemplo en la esquina con la calle de Santa Catalina y en la manzana entre las calles de Rufas y Hermano Ibarra, que sumados a los de la década anterior, contribuyen a esa imagen deplorable de la que fue en su momento principal calle de la ciudad. En el paseo de la Independencia, la inauguración de Galerías Preciados sancionó positivamente el rupturista edificio del Sepu de la década anterior, y el fin del paseo como ese remedo local de la rue de Rivoli parisina que fue en sus orígenes. La plaza de Aragón fue objeto de un oscuro plan parcial que aceleró la desaparición de los tradicionales hotelitos que la singularizaban y su sustitución por moles de muchas alturas, algunas con porches, otras no, en función de no se sabe muy bien qué, llevando a su punto álgido el urbanismo a la carta en Zaragoza. El paseo del General Mola, actual de Sagasta, conoció un auténtico terremoto, comenzando con el colegio del Sagrado Corazón y su iglesia de la Madre del Salvador, que tras apenas 10 años abierta al culto, un enorme pelotazo urbanístico llevó a su derribo, y terminando en la esquina del paseo con el camino de las Torres, donde la Casa Faci fue arrasada. Entre estos dos puntos la nómina de derribos en este paseo da auténticos escalofríos: colegio del Sagrado Corazón, la casa de los Escoriaza, la de Pedro Marcoláin, la que fuera fábrica de esmaltes de Viñado, la casa de Palomar, la de Emerenciano García, Villa Dolores del doctor Arpal, la casa de Sánchez Ventura. Otras casas del entorno de este paseo que también fueron derribadas son Villa Teresa, en la esquina de las calles de Alar del Rey y Gil de Jasa, e incluso la original “casa del duende” tan famoso de Zaragoza, sita en la esquina entre las calles de Gascón de Gotor y Juan Pablo Bonet. En alguno de estos casos, como en el flagrante derribo de la admirable casa de Emerenciano García, hubo un tímido atisbo de protesta cívica que no sirvió para detener ni este no otros derribos. El paseo de Ruiseñores, como prolongación natural del de Sagasta, vio también cómo algunos de sus singulares hotelitos eran derribados en silencio. Tras este auténtico via crucis del derribo, vamos a referirnos a otros ejemplos en distintas partes de la ciudad: las casas de los Infantes en el paseo de Echegaray y Caballero; varias casas señoriales en el entorno de la plaza de Aso y la calle de Martín Carrillo; el convento de las Capuchinas en la calle de Manuela Sancho; la casa del Obispo en la plaza del Carmen; el convento y colegio de las Recogidas en la calle de Cádiz; el convento de las Adoratrices de la calle de Hernán Cortés; los conventos de Santa Lucía y de las Fecetas, en la calle de Santa Lucía… Mención aparte sería el triste final de la Capilla Cerbuna de la antigua Universidad de la Magdalena, que se dejó caer miserablemente por el titular de la misma, el Ministerio de Educación de la época. En esta relación también pueden añadirse edificios industriales, como el complejo fabril de Material Móvil y Construcciones que dio paso a la urbanización Parque Roma; o el edificio de Laboratorios Verkos en la esquina de las calles Cervantes y Gil de Jasa. No podemos olvidarnos tampoco de la manzana de viviendas entre las calles de las Escuela Pías y la de Cerdán; ni de la Granja Agrícola de Zaragoza, que aunque fue derribada para equipamientos educativos públicos, su pérdida no puede sino lamentarse profundamente; o la antigua estación de Campo Sepulcro, derribada sin remisión para dar paso a la moderna del Portillo, que ahora está también en tránsito hacia su derribo completo; o el gran complejo de la editorial Luis Vives en el paseo de Fernando el Católico, con su referencial atalaya. O el lavadero de la Balseta, en el último tramo de la avenida de San José. Y tampoco hay que dejar de considerar los edificios que se intentó derribar, y que finalmente no fue así, como el Mercado Central Lanuza, o el colegio de los Escolapios, ambos pretendidamente derribables, el primero dentro de la operación de apertura de la gran Vía Imperial, actual avenida de César Augusto y el segundo dentro de la operación colegios que trasladó varias instalaciones educativas privadas desde el centro de la ciudad hasta la ultraperiferia más alejada. Vamos terminando. Hemos visto hoy unos cuantos de los numerosos edificios fueron derribados en esta década, con argumentos que hoy sonrojarían a cualquiera con un mínimo de sensibilidad patrimonial. Así, la mayoría de estos edificios, muchos de ellos abandonados desde hacía tiempo, sin mantenimiento ni reformas, fueron considerados “caserones viejos”, con lo que parecía que se hacía un favor a la ciudad derribándolos y sustituyéndolos por otros más nuevos. Ni una palabra a que en muchos casos se trataba de edificios proyectados por arquitectos de renombre, algunos de los cuales prácticamente ya no tiene edificios representativos en la ciudad. Tal fue el tsunami arrasador de estos años setenta, una década terrible para la ciudad en lo que a pérdidas patrimoniales se trata. Y todo esto sin que hubiera ningún ejército enemigo asediando y bombardeando la ciudad.
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