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Ucrania en mi podcast y en nuestros corazones

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Me da tanta pena ver las imágenes de niños con su peluche en la mano, corriendo ajenos a tu barbarie entre la nieve y el polvo, el horror y las lágrimas sofocadas de su padres.

Que no hago más que acordarme de Roberto Benigni y su vida es bella, en una película que entonces era histórica y hoy se nos antoja de actualidad.

Veo grupos de personas bailando en los refugios para que esas pobres criaturas no sufran, para que dentro de años, aunque hayan perdido a sus padres, retengan algún recuerdo alegre de lo que está siendo un criminal acto de guerra.

A veces he pensado que no deberían existir los países, si las comunidades, los pueblos, los pequeños pueblos en los que la gente se ayuda, si las calles llenas de niños jugando a la rayuela, buscando pokemons o rompiendo cristales con su pelota de goma.

Amenazar a un planeta, al planeta de todos con destruirlo es el acto más vil, sucio y despreciable que un ser humano ha emprendido en la historia de la humanidad.

Y nos da vértigo escuchar hablar de bombas termobáricas, del avión del juicio final, de ojivas nucleares o de la III Guerra Mundial.

Desde la concepción de su nombre Ucrania fue señalada y parece que destinada al criminal que hoy la destruye, al tiempo que la hace más grande en nuestros corazones.

Ucrania, que proviene del ruso antiguo significa tierra o región fronteriza.

Entre dos mundos, uno atlántico , europeo y que ha sabido pasar página y otro que continúa soñando con la gloria de aquella unión de repúblicas, consecuencia del sueño de los zares que la arruinaron de por vida.

No sufre Ucrania, sino el pueblo de Ucrania.

Un país es una idea que materializan sus ciudadanos, sus colegios o sus universidades.

Y no hay que se ucraniano para sentir la impotencia de no poder hacer nada ante la sinrazón y la locura de sátrapas incapaces de empatizar.

Vladimir Putin ya forma parte del selecto grupo de dictadores del terror y la miseria moral, portavoces del miedo y la ignominia, cobardes que aprovechan el terror para ahuyentar la alegría, la esperanza y la felicidad del terreno por el que pasan, mientras se esconden detrás de fariseos también asustados, pero al mismo tiempo igual de miserables que aquel que los dirige.

Si te gustan los podcasts habrás escuchado ficciones sonoras sobre la guerra, sobre escenarios de ficción e historias que nos entretienen, al tiempo que nos hablan de capítulos de la historia que se parecen más a eso, a relatos de ficción y no a noticias reales, verdaderas y contemporáneas.

Todo lo que está ocurriendo en el este de Europa, hasta hace unos días, podría haber formado parte de una gran historia que argumentar en un podcast.

Pero nuestra civilización, por mucho que haya aprendido, por mucho que no haya olvidado la historia, para que no se repita, no está exenta de personajes sucios y crueles.

La pasada semana veíamos hospitales donde nace la vida acabar la esperanza.

Guarderías que antaño albergaran el futuro de un país convertidas en polvo, hierro y escombro.

Millones de seres humanos huyendo de su país, de su barrio, de su hogar, ahora tomados por el fuego, el odio y la sinrazón.

Estas personas no eran tan distintas de nosotros.

Salían a la calle por las mañanas a llevar a sus hijos al colegio, tomaban su desayuno mientras comentaban el frío que hacía esa mañana, el resultado de su equipo de futbol que había ganado la noche anterior y miraban al cielo pensando en cómo llegar a fin de mes, cuándo hacer ese viaje que tanto deseaban o en el regalo del cumpleaños de sus padres, de sus abuelos, de sus hijos.

Hoy emprenden el que puede ser su último gran viaje sin más vida que lo llevan puesto, lo que guardan en los bolsillos de sus abrigos y mucho dolor.

Y en occidente, por llamarnos de alguna forma, seguimos jugando a la vida, teniendo a las puetas de nuestra casa un polvorín más grande que aquella pandemia que nos desolara los últimos años.

Pensamos que las guerras son cosas del pasado, que la historia, cuando se olvida, no se repite, que nunca nos puede tocar a nosotros.

Seguimos con la misma vida como si nuestra casa hubiera sido construida en una burbuja en otro planeta, y alimentamos nuestro cerebro con realities políticos que nos muestran un infierno como quien ve una serie de Netflix.

Reconozco que la situación es muy delicada.

Algunos piensan que se debería ayudar a Ucrania sin importar las consecuencias, porque despues de habrá otras Ucranias y después otras y así hasta que se pueda descubrir si l amenaza nuclear era un farol o la locura de un tirano.

Otros piensan que no hay que ayudar a Ucrania, que occidente no debe meterse en problemas. Que tarde o temprano Rusia conseguirá su objetivo.

Otros piensan, que no hay que ayudarles con armas que lo que haya que hacer es hablar aunque lo que tengas delante sea una pared.

La situación es complicada, porque como siempre, al mismo tiempo que sucede, nos separa y estamos convirtiendo una tragedia humanitaria y sociopolítica en politiqueo doméstico con tintes, a veces muy infantiles.

Lo que yo pienso es que invadir cruelmente un país legítimo bajo amenazas de que si lo ayudas destruirás Europa entera nos habla a las claras, de que el mundo ha cambiado y de que nunca volverá a ser como antes.

Mientras se permita en este mundo que la vida de millones de personas dependa de la decisión de una sola, no estaremos tan lejos de lo que fuimos hace 80, 500 o 2000 años.

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Me da tanta pena ver las imágenes de niños con su peluche en la mano, corriendo ajenos a tu barbarie entre la nieve y el polvo, el horror y las lágrimas sofocadas de su padres.

Que no hago más que acordarme de Roberto Benigni y su vida es bella, en una película que entonces era histórica y hoy se nos antoja de actualidad.

Veo grupos de personas bailando en los refugios para que esas pobres criaturas no sufran, para que dentro de años, aunque hayan perdido a sus padres, retengan algún recuerdo alegre de lo que está siendo un criminal acto de guerra.

A veces he pensado que no deberían existir los países, si las comunidades, los pueblos, los pequeños pueblos en los que la gente se ayuda, si las calles llenas de niños jugando a la rayuela, buscando pokemons o rompiendo cristales con su pelota de goma.

Amenazar a un planeta, al planeta de todos con destruirlo es el acto más vil, sucio y despreciable que un ser humano ha emprendido en la historia de la humanidad.

Y nos da vértigo escuchar hablar de bombas termobáricas, del avión del juicio final, de ojivas nucleares o de la III Guerra Mundial.

Desde la concepción de su nombre Ucrania fue señalada y parece que destinada al criminal que hoy la destruye, al tiempo que la hace más grande en nuestros corazones.

Ucrania, que proviene del ruso antiguo significa tierra o región fronteriza.

Entre dos mundos, uno atlántico , europeo y que ha sabido pasar página y otro que continúa soñando con la gloria de aquella unión de repúblicas, consecuencia del sueño de los zares que la arruinaron de por vida.

No sufre Ucrania, sino el pueblo de Ucrania.

Un país es una idea que materializan sus ciudadanos, sus colegios o sus universidades.

Y no hay que se ucraniano para sentir la impotencia de no poder hacer nada ante la sinrazón y la locura de sátrapas incapaces de empatizar.

Vladimir Putin ya forma parte del selecto grupo de dictadores del terror y la miseria moral, portavoces del miedo y la ignominia, cobardes que aprovechan el terror para ahuyentar la alegría, la esperanza y la felicidad del terreno por el que pasan, mientras se esconden detrás de fariseos también asustados, pero al mismo tiempo igual de miserables que aquel que los dirige.

Si te gustan los podcasts habrás escuchado ficciones sonoras sobre la guerra, sobre escenarios de ficción e historias que nos entretienen, al tiempo que nos hablan de capítulos de la historia que se parecen más a eso, a relatos de ficción y no a noticias reales, verdaderas y contemporáneas.

Todo lo que está ocurriendo en el este de Europa, hasta hace unos días, podría haber formado parte de una gran historia que argumentar en un podcast.

Pero nuestra civilización, por mucho que haya aprendido, por mucho que no haya olvidado la historia, para que no se repita, no está exenta de personajes sucios y crueles.

La pasada semana veíamos hospitales donde nace la vida acabar la esperanza.

Guarderías que antaño albergaran el futuro de un país convertidas en polvo, hierro y escombro.

Millones de seres humanos huyendo de su país, de su barrio, de su hogar, ahora tomados por el fuego, el odio y la sinrazón.

Estas personas no eran tan distintas de nosotros.

Salían a la calle por las mañanas a llevar a sus hijos al colegio, tomaban su desayuno mientras comentaban el frío que hacía esa mañana, el resultado de su equipo de futbol que había ganado la noche anterior y miraban al cielo pensando en cómo llegar a fin de mes, cuándo hacer ese viaje que tanto deseaban o en el regalo del cumpleaños de sus padres, de sus abuelos, de sus hijos.

Hoy emprenden el que puede ser su último gran viaje sin más vida que lo llevan puesto, lo que guardan en los bolsillos de sus abrigos y mucho dolor.

Y en occidente, por llamarnos de alguna forma, seguimos jugando a la vida, teniendo a las puetas de nuestra casa un polvorín más grande que aquella pandemia que nos desolara los últimos años.

Pensamos que las guerras son cosas del pasado, que la historia, cuando se olvida, no se repite, que nunca nos puede tocar a nosotros.

Seguimos con la misma vida como si nuestra casa hubiera sido construida en una burbuja en otro planeta, y alimentamos nuestro cerebro con realities políticos que nos muestran un infierno como quien ve una serie de Netflix.

Reconozco que la situación es muy delicada.

Algunos piensan que se debería ayudar a Ucrania sin importar las consecuencias, porque despues de habrá otras Ucranias y después otras y así hasta que se pueda descubrir si l amenaza nuclear era un farol o la locura de un tirano.

Otros piensan que no hay que ayudar a Ucrania, que occidente no debe meterse en problemas. Que tarde o temprano Rusia conseguirá su objetivo.

Otros piensan, que no hay que ayudarles con armas que lo que haya que hacer es hablar aunque lo que tengas delante sea una pared.

La situación es complicada, porque como siempre, al mismo tiempo que sucede, nos separa y estamos convirtiendo una tragedia humanitaria y sociopolítica en politiqueo doméstico con tintes, a veces muy infantiles.

Lo que yo pienso es que invadir cruelmente un país legítimo bajo amenazas de que si lo ayudas destruirás Europa entera nos habla a las claras, de que el mundo ha cambiado y de que nunca volverá a ser como antes.

Mientras se permita en este mundo que la vida de millones de personas dependa de la decisión de una sola, no estaremos tan lejos de lo que fuimos hace 80, 500 o 2000 años.

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