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”El primer día de la semana, María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro, al sepulcro; y vio quitada la piedra del sepulcro” (Juan 20:1)

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Meditación

El primer día de la semana, María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro, al sepulcro; y vio quitada la piedra del sepulcro” (Juan 20:1)

En los primeros 10 versos de capítulo 20 de este Evangelio, se nos enseña que quienes aman más a Cristo son aquellos que más beneficios han recibido de Él.

La primera persona que de entre los que acudieron al sepulcro de Cristo es María Magdalena. Solo se nos dice de ella que era alguien de quien nuestro Señor había echado a “siete demonios” (Marcos 16:9; Lucas 8:2) —alguien sometido a una forma concreta de posesión por Satanás— y cuya gratitud a nuestro Señor por su liberación no conocía límites. En resumen, de todos los seguidores que tuvo nuestro Señor en la Tierra, parece que ninguno le amó tanto como María Magdalena; ninguno se sentía tan en deuda con Él; ninguno sintió con tal intensidad que jamás se podía hacer lo suficiente por Él. De ahí que el obispo Andrews lo exprese con esta belleza:

“Fue la última ante su Cruz y la primera en su sepulcro. Se quedó el tiempo más prolongado en aquella y fue la primera en estar en esta. Le buscó cuando aun era de noche, antes de tener luz siquiera para encontrarle”.

En pocas palabras, al haber recibido mucho, amaba mucho; y al amar mucho, hizo mucho a fin de demostrar la veracidad de su amor.

Ante esto, nos preguntamos, ¿Cómo es que hay tantos que profesan ser cristianos y hacen tan poco por el Salvador cuyo nombre ostentan? ¿Cómo es que hay tantos cuya fe y cuya gracia sería inhumano negar y que hacen tan poco, dan tan poco, dicen tan poco y se esfuerzan tan poco para promover la causa de Cristo y glorificarle en el mundo? Estas preguntas solo se pueden responder de una forma: todo se debe a una escasa conciencia de la deuda con Cristo. Cuando no se siente el pecado en absoluto, no se hace nada; y cuando el pecado se siente poco, se hace poco. Quien es profundamente consciente de su culpa y de su corrupción, y está profundamente convencido de que sin la sangre y la intercesión de Cristo merecería hundirse en lo más profundo del Infierno, será quien gaste y se gaste por Él y piense que nunca podrá hacer lo suficiente para alabarle. Oremos a diario para que seamos capaces de ver la gravedad del pecado y la asombrosa gracia de Cristo de manera más clara e inequívoca. Será entonces, y solo entonces, cuando dejemos de ser templados y perezosos en nuestra obra por Jesús. Será entonces, y solo entonces, cuando entendamos un celo tan ardiente como el de María y comprendamos a lo que se refería Pablo cuando dijo:

El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14–15).

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El primer día de la semana, María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro, al sepulcro; y vio quitada la piedra del sepulcro” (Juan 20:1)

En los primeros 10 versos de capítulo 20 de este Evangelio, se nos enseña que quienes aman más a Cristo son aquellos que más beneficios han recibido de Él.

La primera persona que de entre los que acudieron al sepulcro de Cristo es María Magdalena. Solo se nos dice de ella que era alguien de quien nuestro Señor había echado a “siete demonios” (Marcos 16:9; Lucas 8:2) —alguien sometido a una forma concreta de posesión por Satanás— y cuya gratitud a nuestro Señor por su liberación no conocía límites. En resumen, de todos los seguidores que tuvo nuestro Señor en la Tierra, parece que ninguno le amó tanto como María Magdalena; ninguno se sentía tan en deuda con Él; ninguno sintió con tal intensidad que jamás se podía hacer lo suficiente por Él. De ahí que el obispo Andrews lo exprese con esta belleza:

“Fue la última ante su Cruz y la primera en su sepulcro. Se quedó el tiempo más prolongado en aquella y fue la primera en estar en esta. Le buscó cuando aun era de noche, antes de tener luz siquiera para encontrarle”.

En pocas palabras, al haber recibido mucho, amaba mucho; y al amar mucho, hizo mucho a fin de demostrar la veracidad de su amor.

Ante esto, nos preguntamos, ¿Cómo es que hay tantos que profesan ser cristianos y hacen tan poco por el Salvador cuyo nombre ostentan? ¿Cómo es que hay tantos cuya fe y cuya gracia sería inhumano negar y que hacen tan poco, dan tan poco, dicen tan poco y se esfuerzan tan poco para promover la causa de Cristo y glorificarle en el mundo? Estas preguntas solo se pueden responder de una forma: todo se debe a una escasa conciencia de la deuda con Cristo. Cuando no se siente el pecado en absoluto, no se hace nada; y cuando el pecado se siente poco, se hace poco. Quien es profundamente consciente de su culpa y de su corrupción, y está profundamente convencido de que sin la sangre y la intercesión de Cristo merecería hundirse en lo más profundo del Infierno, será quien gaste y se gaste por Él y piense que nunca podrá hacer lo suficiente para alabarle. Oremos a diario para que seamos capaces de ver la gravedad del pecado y la asombrosa gracia de Cristo de manera más clara e inequívoca. Será entonces, y solo entonces, cuando dejemos de ser templados y perezosos en nuestra obra por Jesús. Será entonces, y solo entonces, cuando entendamos un celo tan ardiente como el de María y comprendamos a lo que se refería Pablo cuando dijo:

El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14–15).

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