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21. El Gran hotel Budapest - Episodio exclusivo para mecenas

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Agradece a este podcast tantas horas de entretenimiento y disfruta de episodios exclusivos como éste. ¡Apóyale en iVoox! “Había una vez… cuando los jueves caían en martes, cuando los viernes se escribían con “b”, hace muchos, pero muchos años, tantos como antes de ayer...”, eran todas fórmulas mágicas de un acuerdo tácitamente firmado por dos partes con y sin nombres propios, narradores y oyentes que aceptaban así el encuentro en un mundo donde las leyes de la estricta razón no podían hacer más que disolverse y desaparecer. No porque el punto de encuentro estuviese lejos de la verdad, o de la más estricta realidad si aceptamos ese término con sus extensiones más allá del o superficial y lo tangible, sino porque, como he dicho, las leyes del pensamiento concreto no alcanzaban donde alcanzaban las leyes de la fantasía. Ese cuerpo de baile del alma que son los personajes de los cuentos requieren de la liberación de lo concreto para expresarse y reproducir sus movimientos de baile sutiles y etéreos donde las ventanas no son concretables y los conceptos se expanden y se vuelven inmensos, inabarcables y, finalmente, comprensibles pero no por la razón. Ahí, a ese universo límite, frontera y apertura aspiran los personajes de Wes Anderson habitantes de universos irreales, como ilustraciones de un libro que solo se animase cuando pasamos sus páginas. Personajes que se congelan por instantes inesperados como ilustraciones eternas de las páginas de un antiguo libro de cuentos. Postales perfectamente compuestas, simétricamente compensadas, cromáticamente irreverentes con eso que llamamos “realidad”. Quien se acerca a una película de Wes Anderson con pretensiones racionalistas nunca entenderá nada, alcanzará, a lo sumo, a dibujar alguna teoría vana sobre composición fotográfica y color que no le dirá nada de lo que de verdad se atesora entre las páginas del libro. Como un observador necio y vacío que, incapaz de leer el libro, tuviera que tristemente limitarte a explicar las simetrías de sus dibujos. El Gran Hotel Budapest se sitúa en lo alto de una montaña conceptual cuyas ventanas se abren a un inmenso precipicio poblado de referencias cargadas de una poesía melancólica sobre un pasado tan glorioso como perdido. Con la belleza de la perfecta arquitectura de las flores preparadas para un funeral, con la sutil sonrisa que nos arranca la contemplación de la fotografía de aquel día lejano, en la que la mitad de las figuras ya no están con nosotros, pero aquel día sigue existiendo en algún rincón de nuestro corazón y siguen, aún, sonando en nosotros las risas de aquella tarde, la perfecta gracilidad de la belleza de Julia, el modo adorable con el que el viento levantaba sus faldas…. Tan joven, tan bonita, tan eterna, tan olvidada…. Solo que aquí Julia se llama Viena, se llama Austria, se llama Alemania, se llama Europa y se llama “El mundo de Ayer” y se llama Stefan Zweig. No, El Gran Hotel Budapest no es una metáfora, no es un rompecabezas donde buscar signos y secretos que significan esto o aquello. Es un cuento, de los de antes, para los que aún tengan corazones aptos para leer cuentos, para vivirlos y para entenderlos. “Quien tenga oídos, que oiga”. Mateo 13:9-15 Pepa llausás
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